Todo partió con adolescentes saltando torniquetes. Valientes, porfiades, insistentes. Supimos de sus protestas por televisión, o cuando viajábamos a nuestros trabajos o lugares de estudio, porque su movilización modificó nuestros propios recorridos, o porque tardamos aún más de lo común en movernos usando el transporte público. En los vagones y salidas del metro, las canciones que nos recordaban que “no eran 30 pesos, eran 30 años” comenzaron a disputarle espacio al silencio.
Entonces, donde antes había silencio, una noche de primavera la revuelta comenzó a ser ruido. Las notas del golpe rabioso sobre nuestras ollas se comenzó a esparcir por nuestro barrio como una llamada ancestral que nos invitó a ocupar nuestras esquinas y plazas, a hacer ruido, porque por muchos años habíamos vivido en un silencio rabioso. La ciudad cambió quizás para siempre. El casco histórico de Santiago se transformó en un campo de disputa cultural, donde el mapuzungún disputó con el castellano, los murales y grafitis con la pintura blanca; mientras los héroes populares, como el Negro Matapaco, fueron impuestos en el espacio público contra el poder policial, y palabras como Dignidad o Humanidad se han proyectado sobre los símbolos del poder económico neoliberal.
En nuestro barrio, la revuelta significó el fortalecimiento del sentido público de nuestra plaza, la que rebautizamos Placita de la Dignidad. Desde el primer 18/0 nos hemos encontrado allí para meter ruido, cacerolear, pintar murales, entretener a nuestros niñas/os/es, debatir, aprender, leer, recordar, discutir, deliberar. Las huellas de la revuelta permanecen en la plaza: si los murales, la biblioteca o el diario mural expresan nuestra voluntad de ocupar los espacios públicos; las cámaras de vigilancia y el abandono de nuestras áreas verdes expresan la voluntad de castigo de las autoridades municipales.
Nuestro territorio, al sur de la ciudad, también se transformó. Por meses, los vecinos de Puente Alto sufrieron la negligencia y el castigo de las autoridades respecto a la quema de estaciones del Metro, fundamental para la movilidad de esta zona de la ciudad. La muerte también se volcó sobre esta zona de la ciudad. El incendio de Construmart, en La Pintana, donde fueron hallados los cuerpos de José Arancibia (74) y Eduardo Caro (44) el 20 de octubre, continúa sin verdad ni justicia. Tan sólo ese día, 11 personas perdieron la vida en Santiago.
Tal como en nuestro barrio, en la precordillera sur también se tejieron redes de participación popular, con protestas, caceroleos y marchas, así como una inédita agrupación de organizaciones sociales del Distrito 12, que permitió la inscripción de la lista Voces Constituyentes y la elección de Alondra Carrillo como constituyente.
Qué duda cabe: la revuelta transformó la ciudad. Como ha dicho la filósofa Judith Butler, cuando las calles de la ciudad se transforman en escenario de protesta y son ocupadas por miles de cuerpos, esos cuerpos están hablando políticamente, más allá de lo oral o lo escrito. Si esos cuerpos reunidos expresan un mensaje político que desea la transformación radical de la sociedad, quizás, una manera de continuar en esa política de resistencia, es persistir en la ocupación de nuestros espacios públicos, marcando las fechas que nos recuerdan la historia que hemos construido, ocupando nuevos lugares que permitan ampliar esta historia de transformación, y honrando el dolor de nuestros muertos, nuestros presos políticos, nuestros mutilados, diciéndoles: aquí estamos, continuemos!
Camila Silva Salinas
Octubre 2021