Durante años se nos impuso la idea de que la política era algo indeseable, ajeno y que no tenía relación con nuestras vidas. Podemos recordar que este fue el discurso de una derecha que se apropió del poder político, y de todos los poderes, a punta de metralla, instalando nuevos políticos con uniforme y otros de terno y corbata. Estos, apolíticos surgidos de un falso gremialismo, no tardaron en dar origen a la UDI, que amparada por la dictadura elabora el proyecto neoliberal, da curso a la constitución del 80 y nutre de un batallón de funcionarios al estado subsidiario. Desde ese entonces la acción política se redujo a las altas esferas del poder autogenerado.
Al término de la dictadura y tras el poderoso despliegue de la movilización popular y el potencial peligro de que los pueblos se entusiasmaran en profundizar la democracia y participar en los destinos del país, se erigió una nueva forma de despolitización. Nuevos y viejos políticos se unieron para gestionar la desmovilización de las masas populares, relevándolas de su protagonismo y para reducirlas al apoyo de una casta emergente, a la que algunos con indisimulado orgullo la llamaron, la “clase” política.
En adelante entonces, serían ellos, la clase política, los encargados de gobernar. Se trata de eliminar la memoria de las luchas sociales y políticas, que no haya historia y menos educación cívica. Su estrategia fue exitosa. Se instaura una forma de hacer política, de pasillos y a espalda de la población y de servicio a los poderes económicos. El desprestigio de la política era parte del plan.
Sin embargo, la porfía de la historia, esa que no finalizó con el neoliberalismo como fue teorizado alguna vez, hizo emerger una y otra vez, nuevas luchas y nuevos contenidos. Hasta que un 18-O, el estallido social y millones de voces que con su diversidad de intereses y reivindicaciones convergen para expresar la voluntad de avanzar al cambio. Pero ahí también se hace evidente la separación y la distancia existente entre estos intereses populares y la organización y participación política. Quedaba planteado un tremendo desafío para las fuerzas sociales en su caminar por hacer posible sus demandas.
Complejo y difícil era y es dar respuesta al cómo construir unas nuevas formas de expresión política, con origen en la base social y territorial que permitiera dar cauce a la acción política y organizativa a la movilización popular. Es decir pasar de la fase de denuncia y confrontación a lo existente, a la de construcción de proyectos y fuerzas capaces de gestar y sostener los cambios demandados.
El avance del proceso constituyente da indicios de ello. Y será aún más potente cuando se vayan gestando las normas que definan el país que queremos construir. Pero la nuevas normas constitucionales de por sí no serán suficientes. Adentro y afuera de la convención se hace necesario e imprescindible el reencuentro con la política. La constitución por sí misma no asegurará mecánicamente las transformaciones. Será fundamental impulsar y potenciar nuevos procesos de movilización social y popular que aísle y se imponga a las resistencias de los poderes económicos y las políticas conservadoras. Será necesario tener capacidad de transformar cada nuevo artículo en nuevas leyes y, lo que no es menor, el desmontar la maraña legal tejida al amparo de en la antigua constitución. Y, será clave también, contar con una gestión que apoye y ponga en marcha la ejecución de estos cambios.
Todo esto nos habla de pensar en política, en la política que necesitamos…